Se acerca la huelga general o, mejor dicho, el día en el que
está convocada la misma. Nunca se sabe, a lo mejor en el último instante el
gobierno decide echar atrás su ley estrella y se desconvoca.
Yo no voy a hacer huelga porque no creo que un día de paro
sirva para nada salvo para que convocantes y gobierno interpreten los datos de
seguimiento a su antojo. Unos dirán que ha sido un éxito y que eso demuestra
que “las ciudadanas y los ciudadanos” han mostrado su repulsa a la pérdida de derechos
que la nueva ley supone. Los otros dirán que ha sido un fracaso y que los pocos
que han hecho huelga se han visto obligados a ello por la falta de medios de
transporte para acudir al trabajo y por la coacción de los piquetes.
La interpretación simplista de los comportamientos de la
masa o, para ser más finos, de la ciudadanía, es una constante en los discursos
de los líderes políticos, empresariales, sindicales, periodísticos y cualquier
otro tipo de liderazgo que se nos ocurra.
Habrá quien vaya a la huelga porque cree que es lo que debe
hacer ante lo que estima un recorte en sus derechos. Otros irán, o dejarán de hacerlo, porque alguien que estiman más enterado les ha
convencido de una cosa o de la otra. Habrá quien esté en desacuerdo con la ley
pero irá a trabajar para que los sindicatos no crean que tienen su apoyo. Algunos
no acudirán a su puesto de trabajo porque su línea de autobús esté sin servicio.
En fin, que puede haber casi tantas razones como personas, pero al final los que ocupan las cabeceras de los periódicos
y los telediarios (nuestros líderes políticos y sindicales), dirán lo que les
plazca y se quedarán tan contentos.
Lo mismo pasa con las elecciones. Cada cual emite su voto
con el criterio que le parece adecuado, incluso con criterios puramente
azarosos : voto a éste porque lo he votado siempre, voto al otro para no votar al que me ha
defraudado, voto a cualquiera que no sea
de los partidos de siempre…
Al final el que gana dirá que su acción de gobierno está
avalada por el voto de los que lo han encumbrado, y será cierto, pero lo que no
tiene sentido es que se diga que los que votaron su candidatura están de
acuerdo con todo lo que se proponía en su programa. Habrá algún bicho raro que
haya leído el famoso programa y esté conforme con todo lo que se dice allí,
pero yo diría que esos son una grandísima minoría. Me atrevo a decir, sin
fundamento alguno, que la mayoría habrá votado con motivaciones similares a las
que antes he enumerado y que son tan tontas o tan sensatas como la del que está
de acuerdo al cien por cien con ese programa que con tanto gozo ha leído.
Las cosas no son tan simples, pero quienes ostentan el poder
(en todos los ámbitos) tienden a interpretarlas de ese modo (sí o no, blanco o
negro, conmigo o contra mí).
El jueves pasado, viendo la gala de Gran Hermano (los que me
conocéis sabéis que me encantan estos programas paletos), la gran Mercedes
Milá, haciendo gala de su gran experiencia y profesionalidad, se permitió
interpretar la expulsión de Cristian como un castigo de los espectadores (los
que se gastan el dinero en eso) a ciertas frases tildadas de machistas,
racistas y homófobas que el concursante pronunció. En ningún momento se le
ocurrió pensar que, entre las personas dispuestas a gastar su dinero enviando
SMS’s para expulsar a unos u otros, pudiera haber gente que crea que cierta
persona tiene más papeletas para ganar que aquel a quien ellos apoyan y por eso
votan para que se vaya.
Sirva esta última memez para apuntalar mi tesis de que el
comportamiento de la masa se interpreta casi siempre de la manera que más le
favorece al interpretador, de modo que la intención particular de cada
individuo queda oculta y condenada a ser ignorada por todas y todos (ya casi me
sale esto del “todas y todos” de modo natural. Mi progresismo es ya un hecho).