Por razones que no vienen al caso y que, además, nadie me ha aclarado, llevo una semana y pico viniendo a la sede central de mi gran empresa para sentarme frente a un ordenador y hacer lo que quiera, pero sin largarme de mi sitio (salvo para cumplir con las llamadas de la naturaleza que tenga a lo largo de la jornada). La situación no es buena y si los clientes no dan trabajo, los proveedores tienen dos posiblidades: despedir a los empleados que no pueden colocar o tenernos un tiempo “almacenados” por aquí hasta que aparezca alguien que nos necesite y que dé dinero por nosotros.
Es probable que exista un buen número de personas que envidien mi actual situación: no doy un palo al agua y me pagan el sueldo completo. Pero creo que incluso los que sueñen con esto, acabarían hartos en menos de una semana.
El ocio se lleva mal cuando tienes la obligación de pasarlo sentado en un sitio concreto y sin poder hacer nada que no sea accesible desde el ordenador que hay en la mesa (¡gracias a Dios tiene conexión a Internet!).
Estoy rodeado de personas a las que no conozco y que, como mucho, responden a mi saludo mañanero. Mi único nexo de unión con el resto de habitantes de esta sala es que la nómina la paga la misma empresa. No sé qué hacen unos y otros, ni ellos saben lo que hago yo (aunque seguro que sospechan que no hago nada). En el entorno laboral, los lazos amistosos se suelen crear cuando la gente trabaja en algo común o cuando uno tiene la suerte de sentarse junto a una persona afable de esas que son capaces de hacer amistad con cualquiera.
Mi “tarea” se desarrolla de modo aislado, y la gente con la que comparto mesa no es del tipo simpaticón (aunque a mi derecha se sienta un tipo gruñón que me cae muy bien). La sensación de soledad es total. Bueno, miento, la verdad es que mis antiguas compañeras me llaman por teléfono y me escriben correos con frecuencia ¡Qué haría yo sin ellas!
El ambiente por aquí es un tanto deprimente. No soy el único que parece aislado, yo diría que la mayoría de los que habitan esta zona trabajarían igual de bien, o de mal, en un despacho que les pusieran en Marte, sin nadie a su alrededor. No diré que la gente tenga que estar cotorreando con los de al lado a todas horas, pero lo que veo me resulta triste. Las únicas conversaciones animadas que oigo, se producen por teléfono. Parece que alguien haya hecho la distribución de las personas de modo que nadie esté junto a sus amigos. ¡Vaya mierda!
Ha llegado la hora de mi recreo. Me iré a la máquina de bollos a tomarme un bracito de gitano de marca Dulcesol para calmar mi hambre. Cuando estoy tomando mi bollito en soledad en medio de los ruidosos grupos que pueblan la cafetería, mi sensación de marginalidad se acrecienta enormemente (menos mal que, en el fondo, la marginalidad me gusta). A lo mejor hoy tengo suerte y me encuentro con alguien conocido (y simpático, porque si es un pesado procuraré darle esquinazo).