martes, 9 de abril de 2013

Vacaciones en el hospital



Hoy se cumple una semana de mi última aventura hospitalaria (de la que he salido airoso). Había pasado un día de trabajo normal. Al llegar a casa merendé mis dos o tres paletadas de Nutella que, como siempre hago, pasan directamente del bote a mi bocaza. Luego fui a trotar alrededor de este maravilloso barrio valdebernardino en el que habito. Hice mis estiramientos y regresé a casa para ducharme y dedicarme a perder el tiempo de cualquier modo. Esta vez estuve descargando el borrador de la declaración de la renta y el primer capítulo de la tercera temporada de Game of Thrones. Otras veces me da por ir a la web de Gran Hermano y cotillear algunos vídeos para enterarme de los últimos acontecimientos de ese apasionante "experimento social", pero no fue eso lo que hice ese fatídico martes, así que no podré culpar de ello a Mercedes Milá.
Eran casi las nueve y media cuando decidí que me apetecía cenar, así que, con la suculenta perspectiva de un sandwich de jamón york (no me privo de nada, como podéis ver), me dirigí al salón para enchufar mi bonito disco duro multimedia y dejarlo preparado para el visionado de Game of Thrones tras degustar mi opíparo menú.
Cuando estaba manipulando los cables del aparato (aún desenchufado) noté que reinaba un "estruendoso" silencio y que, extrañamente, me parecía oír mi respiración amplificada, como si mis oídos estuviesen dentro de mí. ¡Qué raro!, pensé, y seguí a lo mío. En ese momento comencé a sentirme de un modo extraño. Miré mis manos y me parecieron distantes. La izquierda agarraba un cable pero yo la notaba como si fuese ajena a mí. No percibía que tuviese nada agarrado. Comencé a ser consciente de que algo raro pasaba y dirigí mi mano derecha hacia la izquierda para agarrarla. En ese momento confirmé la razón por la que sentía la otra extremidad como ajena a mí: estaba completamente insensible.
El sonido de la respiración seguía siendo la banda sonora de lo que ocurría en mi salón. Mi cabeza estaba un tanto aturdida pero la mente mantenía la lucidez (la poca que mi mente puede alcanzar habitualmente), así que, viendo que algo raro pasaba, decidí sentarme para, en caso de desfallecimiento, no pegarme un trastazo cayendo al suelo desde mi uno ochenta de altura.
En el sillón comencé a zarandear el brazo dormilón, pero no conseguí despertarlo. Para intentar acallar el estruendo de mi respiración y romper el silencio circundante, lancé alguna interjección y me di cuenta de que mi habitualmente ágil lengua, estaba también entumecida. ¡Dios mío!, pensé, esto es más grave de lo que pensaba. Me levanté rápidamente del sillón (las piernas funcionaban de maravilla) , cogí las llaves de casa y el teléfono móvil. Abrí la puerta y me senté en el suelo junto a ella.  Aún tenía esperanzas de que aquello, igual que había llegado, pasase sin más, pero al cabo de unos segundos pensé que,  en estas circunstancias, el tiempo es oro, así que me levanté y crucé los dos metros que me separan de la vivienda de mis vecinos. Toqué el timbre y enseguida abrieron la puerta.
Con mi lengua de trapo, la cara torcida y un miedo tremendo encima, les saludé con una frase similar a esta: "no sé qué me pasa, se me ha quedado el brazo tonto y cada vez hablo peor".  Me mandaron tumbarme en el sofá y me tomaron la tensión mientras llamaban al 112 e intentaban calmarme.
Allí estuve tendido un rato, con más miedo que vergüenza a pesar de que, minuto a minuto, el brazo iba despertando de su letargo y mi lengua atorada iba consiguiendo moverse con mayor soltura. Incluso lloré de impotencia al darme cuenta de lo rápidamente que puede cambiar la vida de uno sin haber hecho nada que, en apariencia, pueda llevarte a una situación así.
Menos mal que, gracias a mis queridos (queridísimos) vecinos, no tuve que pasar el trance en soledad y me sentí plenamente arropado y seguro de que todo estaba bajo control.
Finalmente llegó la ambulancia y subió todo el pasaje a hacerme un chequeo inicial. Mi situación había mejorado mucho y ya estaba casi recuperado, pero aún así, me trasladaron a la ambulancia en una sillita extraña en la que uno se sienta en ángulo agudo (en la misma posición que uno utiliza cuando tiene que "plantar un pino" en medio del monte). Yo podía andar perfectamente, pero las normas son las normas, así que les dejé operar como ellos saben.
A la camilla subí por mis propios medios porque elevar mis 75 kilos no es tarea fácil y, además, no había necesidad de hacerlo. La ambulancia fue tranquilamente hasta el hospital y sólo fue activada la sirena cuando estábamos a las puertas del hospital, supongo que para cruzar alguna calle sin tener que esperar más de la cuenta.
Cuando me bajaron del convoy, me encontraba muchísimo mejor, ya hablaba con la pedantería que me caracteriza y sólo tenía problemas para pronunciar las erres y alguna otra conjunción compleja de consonantes, pero creo que habría sido capaz de soltar un discurso con más eficacia que cualquiera de nuestros queridos diputados.
Me llevaron a una de las salas de la  unidad de urgencias y comenzó a entrar gente por todas partes. Yo diría que se congregaron no menos de diez personas  a mi alrededor. Me hicieron preguntas varias y pruebas básicas para comprobar que mis sentidos funcionaban correctamente, luego me entregaron el uniforme hospitalario (esa bonita bata con la que no hay modo de ocultar el culo) y me subieron a la unidad de ictus para tenerme controlado.
Allí conocí a doña Julia y a don Antonio, ambos bien entrados en la ochentena. La primera se pasó la noche pidiendo que la dejaran ir a casa con su hija, primero con dulzura y, finalmente, con amenazas de denuncia si no la liberaban. Don Antonio, en cambio, era silencioso, se limitaba a intentar levantarse de la cama (a pesar de estar con el gotero puesto) cada cierto tiempo para, según él, "ir a la terraza a coger los zapatos".
Entre estas cosas y las ganas terribles de orinar que me llegaban cada cierto tiempo a causa de todo el líquido que me estaba entrando por el gotero (en cada micción soltaba no menos de tres cuartos de litro) la noche fue entretenida.
Durante los casi dos días que estuve hospitalizado, me hicieron tantas pruebas que creo que no hay un rincón de mi cuerpo que no haya sido escudriñado. Aún así, cuando me dieron el alta, aún no se había podido descubrir la razón por la que a una persona más o menos  joven y aceptablemente sana como yo, le había dado un ictus. Somos demasiado complejos y no es nada fácil obtener siempre una respuesta definitiva.
Aún tienen que hacerme más estudios y no sé si conseguirán dar con la solución a este enigma, pero, gracias a Dios, yo estoy bien y he podido contarlo. Podría haber narrado más cosas y decir lo bien que me trató todo el mundo en el hospital, pero como ya me he enrollado demasiado, me limitaré a decir que ya no me dan miedo los hospitales y que, aunque no es grato estar allí, tampoco es terrible.
Aprovecho para agradecer a todo el mundo (amigos, familiares y gente que pasaba por allí) el interés mostrado y los ánimos recibidos en directo, por teléfono, por correo y por cualquier otro medio. Procuraré no daros más sustos pero lo mejor es darnos cuenta de que, por más que lo intentemos, hay demasiadas cosas que se escapan a nuestro control. Y con eso tenemos que vivir procurando no estar aterrados en todo momento. Yo aún llevo algo de miedo dentro, pero ya pasará, después de todo no somos eternos, y cuanto antes lo asumamos, mejor.
Pero mientras estemos por aquí, procuremos ser más como don Antonio, que sólo intentaba ir a por sus zapatos sin incordiar a nadie, y menos como doña Julia, que pensaba que todos los que la rodeaban estaban contra ella. De todas la situaciones se aprende algo.