Nuestro estimado e hilarante colaborador Antares me pide que desvele los detalles del accidente ciclista que me tiene recluido en el hogar desde ayer jueves y, como estoy cansado ver la tele todo el día, me ha parecido adecuado llevar a cabo la petición.
Cuando llega “la calor” primaveral, mi actividad corredora se rebaja en intensidad para dejar hueco a mis paseos en bicicleta que, gracias al alcalde de Madrid y a nuestros impuestos, este año son más largos porque el Anillo Verde me permite ir a cualquier punto cardinal de esta ciudad.
Ayer, como casi todos los jueves, salí a pedalear con un amigo. Dimos una vuelta más corta de lo habitual porque ambos teníamos algunas cosas que hacer tras nuestro periplo. El caso es que, ya de regreso, nos habíamos separado para ir cada uno al encuentro con la ducha, y yo, para atajar, me metí por un estrecho senderito que discurre paralelo a la M-40 y desemboca en Valdebernardo (¡gran barrio!). Iba yo muy alegre y raudo por el estrecho camino y, al llegar al punto en el que me disponía a descender la corta rampa que me llevaría al parque por el que pasea la ciudadanía valdebernardina, un surco, una piedra, la Hormiga Atómica, una entidad de la quinta dimensión o, tal vez, mi miopía, hicieron que la rueda delantera de mi bicicleta quedase anclada en el terreno mientras mi cuerpo caía al suelo sobre mi fornido costado derecho. Nada más llegar al suelo mi necia persona con todo el costillar derecho, la bicicleta cayó sobre mi muslo con toda la fuerza de la gravedad intensificada por esa velocidad que mis piernas habían dado a mi vehículo. Vamos, que mi pata se llevó un leñazo de mucho cuidado.
Cuando todo lo que tenía que caer estaba ya en el suelo, intenté levantar la bicicleta para liberar mi dolorida pierna y me di cuenta de que la rueda delantera estaba girada y, junto con el cuadro de la bici, hacía efecto pinza sobre mi extremidad inferior. Tras unos forcejeos conseguí liberarme y, con esfuerzo, logré ponerme en pie.
Mientras revisaba la bicicleta vi que unos transeúntes que paseaban por la acera que discurría unos metros más abajo, se interesaban por mi estado. Tal vez el gritito que di al verme volando camino del duro suelo, les informó de que algo le pasaba a ese personaje vestido de amarillo chillón y azul (colores que no pegan ni con cola) que se erguía con las gafas torcidas y lleno de polvo sobre el montículo. En un alarde de chulería hice señas a los paseantes indicándoles que no necesitaba ayuda, pero al instante me sobrevino un pequeño mareo que hizo que viera todo en tonalidades amarillentas y con un brillo excesivo. Pensé que me iba a caer y, como no me gustó la experiencia de la primera caída, decidí posarme voluntariamente en el suelo y llamar al simpático Doctor Flatulencias (habitante de Valdebernardo) para que viniese a recoger mis despojos.
Durante la espera saqué fuerzas de flaqueza para enderezar el torcido manillar y poder usar la bicicleta como apoyo para llegar hasta la carretera a esperar la llegada del convoy de salvamento. Finalmente llegó mi benefactor y, tras depositar la bicicleta en el maletero del coche, conseguí introducirme en el hueco del copiloto con mi pierna herida convertida en un tronco inflexible (y gordísimo).
Luego me duché (no fue fácil meterme en la pileta de la bañera, pero lo conseguí gracias a mi ingenio) y fuimos al hospital para que los “espertos” certificasen que no me había roto nada (cosa que hicieron). Regresamos a casa y hoy me he pasado el día holgazaneando por aquí para cumplir con el mandato de que tuviera reposo absoluto.
Esperemos que la recuperación sea rápida porque lo cierto es que el enclaustramiento obligado es bastante ingrato (el voluntario lo llevo bastante mejor).
Un saludo a todos los ciudadanos y ciudadanas ciclistas.