Mi interlocutora, fiel a su misión de endosar tarjetas a
tantas personas como fuese posible, insistió y me preguntó si tenía ya tarjeta
Visa. Le dije que sí y que, además, me cobran unos cuantos euros de
mantenimiento y renovación. Se lo dije para que se diese cuenta de que soy
tonto y no me importa pagar por cosas que otros dan gratuitamente. Pero estas
pistas sobre mi cerrazón al cambio no hicieron desistir a la abnegada
trabajadora que, en un desesperado intento de captar algún cliente esa tarde,
preguntó si vivían más personas en mi casa. Yo, un poco cansado de tanto rollo,
le dije que no, que estaba más solo que la una, a lo que la simpática mujer
repuso, tal vez de modo instintivo: "no me extraña".Yo, en ese momento, no me di cuenta de lo que acababa de decir y, con ganas de zanjar la cuestión, me despedí de ella dándole las buenas tardes y pidiéndole perdón por haberle hecho perder el tiempo. Ella también se despidió y, cuando colgué el aparato, la frase "no me extraña [que esté usted más solo que la una]", resonó en mi cabeza. Primero me hizo gracia, después me indignó y, finalmente, me hizo pensar en que tal vez sea cierto que soy un cabezota insoportable.
Sea como fuere, tengo que reconocer que, tras esta anécdota, me entraron ganas de conocer en persona a esa simpática dama que fue capaz de expresar sus sentimientos con total libertad una vez que se percató de que conmigo no podría hacer negocio ni ahora ni nunca. Tener negocios con alguien es la mejor manera de no poder conocerse mutuamente nunca. Cuando hay intereses de por medio, la mentira suele acomodarse entre las personas.