La climatología adversa ha hecho que hoy aproveche mi reclusión hogareña para volver a escribir alguna majadería. Podría hablar de esa sentencia del Tribunal Constitucional que, cuando quiere, toma decisiones a toda velocidad, pero como no me da la gana hacer publicidad gratuita a algunos necios (a otros sí), no hablaré de eso y, en su lugar, os contaré una simpática anécdota que protagonicé el jueves pasado y que presenció como testigo principal un simpático amigo.
Desde mi traslado a la sede central de mi empresa en calidad de ocioso, casi todos los días como en compañía de un antiguo amigo al que conocí hace años en otra de las firmas (llamar así a las empresas queda tan elegante como llamarse consultor en lugar de cualquier otra cosa) por las que pasé. Unos días vamos en modo marginal los dos solos, y otros nos acompaña algún otro abnegado compañero que, tras soportar una sobremesa con nosotros, no suele repetir.
El jueves fuimos a degustar sendos menús a ese restaurante tan denostado y que a mí tanto me gusta: Burger King. Como teníamos vales de descuento, aprovechamos para tomarnos dos hamburguesas cada uno. Este restaurante tiene la particularidad de que hay barra libre de refrescos. Te dan el vaso y tú lo rellenas cuantas veces quieres en unos expendedores situados en la zona del público.
No había mucha gente y pudimos sentarnos en una mesa bastante aislada. La única persona cercana era un hombre que, por el oscurísimo tono de su piel, supongo que sería del África subsahariana. Allí estaba él sin sospechar lo que estaba a punto de presenciar.
Comenzamos a comer con fruición nuestras hamburguesas mientras departíamos cordialmente sobre temas variados, entremezclando la política con críticas a nuestra empresa y comentando cualquier sandez que nos viniera a la cabeza. Mi primera dosis de Cocacola fue ingerida rápidamente y, dejando a mi compañero de mesa con la palabra en la boca (yo soy así de educado), me levanté a rellenar el vaso nuevamente aprovechando el privilegio que nos brinda ese establecimiento.
El paseo hasta el dispensador de bebidas hizo que los gases que se acumulaban en mi intestino se recolocasen adecuada y ordenadamente en la recta de salida (más bien “el recto”). Yo, que soy un demócrata de toda la vida y detesto la represión de cualquier tipo, decidí que aquella tensión debía ser liberada a toda costa. Tracé un plan o, como dicen los modernos, una “hoja de ruta” para llevar a cabo la operación flatulenta. Miré a un lado y a otro y me di cuenta de que mi acción no provocaría daños colaterales porque no había nadie en la zona de influencia de la andanada que pretendía soltar. Llegué a mi sitio y, para no comportarme de un modo traicionero con mi fiel amigo, deposité el vaso de Cocacola en la mesa a la vez que dije: “voy a peerme”. En ese momento algo hizo que presionase los gases con mis músculos abdominales (que son de un tamaño y vigor desmesurado) pero olvidase relajar el esfínter anal. Esto, como sabe cualquier aficionado a la “pedorrística”, es lo que genera el sonido trompetero que tanta risa provoca a unos y tanto desagrado a otros, por lo que mi acción, que pretendía ser secreta, se llevó a cabo con ostentosa sonoridad.
Mi error de cálculo provocó un cornetazo de tal nivel que, de haber estado por allí la policía municipal, hubiese sido multado por incumplir las normas en cuanto a contaminación acústica.
Me quedé petrificado en una pose un tanto cómica, a medio camino de aposentarme en la silla. Mi compañero de mesa, que masticaba con alegría un sabroso bocado de hamburguesa, no pudo evitar reírse y lanzar algunas partículas de comida hacia mi necia persona. Tras ese ataque involuntario, cerró la boca como pudo y enmudeció para mirarme con cara de sorpresa.
Yo comencé a carcajearme en silencio al darme cuenta de que, al evaluar los posibles daños colaterales, no había contado con nuestro vecino africano que, por estar sentado en la esquina de su cubil, había pasado desapercibido a mis “radares”. No me atreví a mirar hacia él, pero mi querido amigo me dijo más tarde que también había pasado un rato hilarante al presenciar tan poco habitual espectáculo. Tal vez en su país de origen sean más tolerantes que en España con estas manifestaciones “diodenales”.
Gracias a Dios, las únicas víctimas de mi pútrida acción se tomaron con alegría el ataque, así que no tuve que asumir ninguna responsabilidad ni pedir disculpas a nadie (no hubiese podido aguantar la risa al pedirlas).
Cuando conseguimos calmar nuestro ataque de hilaridad, terminamos de comer y regresamos con renovado espíritu (en mi caso también renové mis entrañas) a nuestros puestos de trabajo. Para que luego digan que peerse es algo inaceptable.
8 comentarios:
Peich en estado puro!!! :-D :-D
Estimado Albert:
¡Esto es increíble! Tantos años sin saber el uno del otro, y gracias a la narración de una anécdota cuesquil hemos vuelto a contactar.
Lo que no se consiga con un pedo, no se consigue de ningún modo.
Estoy de acuerdo. Un sólo pedo tiene una fuerza de cohesión superior a la fuerza de la gravedad del planeta más grande.
Las amistades selladas con un cuesco se mantienen de por vida. Y aún me atrevo a decir más: familia que pee unida, permanece unida.
buen blog :)
pasate a leer el mio si tenes tiempo besitos :D
Así es,el pedo une, libera y provoca hilaridad, ¿se puede pedir más?..
La hilaridad ante fenómenos escatológicos une a gentes de toda raza, religión y condición social.
¡Viva la Alianza de Civilizaciones!
¡Viva el pedo!
Peich, me he quedado sin palabras, ...y sin voz de las risas q me he echado.
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