Hoy he corrido mi decimoquinta Maratón Popular de Madrid y, como soy un presuntuoso, os lo cuento para que me digáis que soy un tío duro y, si os place, también podréis decir que mi estulticia llega a límites difícilmente superables.
Como es habitual en estas carreras en las que yo no tengo ni la más remota posibilidad de ganar, uno se limita a correr lo más rápido que pueda para llegar lo antes posible, pero hay que tener en cuenta que si uno va más veloz de lo debido, al final sufrirá también más de la cuenta y, claro, a nadie le gusta sufrir pudiendo evitarlo (a casi nadie, que la necedad es libre).
Esta mañana me he levantado a las 6:15 para desayunar Nocilla porque es una sustancia maravillosa. Aporta gran energía y, como es pegajosa, no se queda flotando por el tubo digestivo y así me ahorro las vomitonas que estas largas carreras suelen acarrearme (salvo hoy, que me he librado). Tras el desayuno tocaba sentarse en el excusado para aligerar todo el lastre innecesario. Esta tarea he tenido que llevarla a cabo un par de veces pero, a pesar de todo, cuando estaba en el Paseo de Recoletos (zona de salida del evento deportivo) he sentido nuevamente la llamada de la naturaleza y, gracias a que mi amigo Javi (otro corredor) ha sido previsor y llevaba Kleenex, he podido utilizar uno de los retretes portátiles de la organización para liberarme de los últimos residuos que amenazaban con escaparse sin permiso en el primer repecho de la carrera que me hubiese obligado a emplear mis fuerzas en el ascenso en lugar de en la contracción del esfínter anal (soy un marrano, lo sé).
La carrera ha comenzado puntual tras el ya habitual espectáculo de la llegada de los paracaidistas del Ejército de España (o del Estado Español o como quiera llamársele) con sus parapentes a la línea de salida. Hemos comenzado los tres amigos juntos manteniendo un paso tranquilito (hay que reservar fuerzas porque, al final, siempre faltan) y, poco a poco nos hemos ido separando (es mejor que cada cual vaya a su ritmo). Los kilómetros iniciales han ido pasando con rapidez porque hacía muy buen tiempo y, además, había mucha cuesta abajo (suavecita), pero al final han llegado los kilómetros malos. Además de ser los últimos, eran cuesta arriba en su gran mayoría. Las fuerzas flaqueaban y las ganas de parar aumentaban. Menos mal que, en esta ocasión, mi cansancio y mi hartazgo no han sido tan inmensos como en otras ocasiones, y he podido culminar la cuesta arriba que desembocaba en el Parque del Retiro con bastante dignidad y sin parar de trotar.
La entrada al Retiro ha sido, como siempre y, como diría el difunto Joaquín Luqui, ¡Total, alucinante, lo más! La gente aplaudía y gritaba. No sé lo que decían ni si alguien se dirigía a este calvo corredor que llevaba la cabeza y la cara cubiertas del salitre del sudor reseco que las tres horas y quince minutos de carrera habían generado, pero la cercanía de la meta y el bullicio del gentío, han conseguido insuflarme las fuerzas que necesitaba para poder acelerar el paso (Fernando Alonso se reiría de mi aceleración, pero no me importa porque llevo torta) y llegar a la meta para poder hacer lo que más deseaba: Pararme y tumbarme en cualquier sitio para descansar.
Cuando he recogido las diversas vituallas que nos han dado y he recuperado mi bolsa del ropero (una tienda de campaña militar), me he tirado en el primer sitio que he visto libre: En medio de un camino asfaltado. Más de uno se ha acercado a mí para preguntarme si estaba bien. Supongo que mi estética cadavérica y mi inmovilidad total habrán hecho pensar a esos buenos samaritanos que mi salud estaba muy deteriorada o, sencillamente, que ya no tenía ni salud ni vida. Yo, cortésmente les he respondido que estaba bien, que no había nada de lo que preocuparse.
Finalmente me he reunido con uno de mis amigos corredores (al otro le hemos perdido la pista) y su simpática esposa nos ha llevado a casita donde ahora estoy contando mis peripecias para pasar el rato.
Como es habitual en estas carreras en las que yo no tengo ni la más remota posibilidad de ganar, uno se limita a correr lo más rápido que pueda para llegar lo antes posible, pero hay que tener en cuenta que si uno va más veloz de lo debido, al final sufrirá también más de la cuenta y, claro, a nadie le gusta sufrir pudiendo evitarlo (a casi nadie, que la necedad es libre).
Esta mañana me he levantado a las 6:15 para desayunar Nocilla porque es una sustancia maravillosa. Aporta gran energía y, como es pegajosa, no se queda flotando por el tubo digestivo y así me ahorro las vomitonas que estas largas carreras suelen acarrearme (salvo hoy, que me he librado). Tras el desayuno tocaba sentarse en el excusado para aligerar todo el lastre innecesario. Esta tarea he tenido que llevarla a cabo un par de veces pero, a pesar de todo, cuando estaba en el Paseo de Recoletos (zona de salida del evento deportivo) he sentido nuevamente la llamada de la naturaleza y, gracias a que mi amigo Javi (otro corredor) ha sido previsor y llevaba Kleenex, he podido utilizar uno de los retretes portátiles de la organización para liberarme de los últimos residuos que amenazaban con escaparse sin permiso en el primer repecho de la carrera que me hubiese obligado a emplear mis fuerzas en el ascenso en lugar de en la contracción del esfínter anal (soy un marrano, lo sé).
La carrera ha comenzado puntual tras el ya habitual espectáculo de la llegada de los paracaidistas del Ejército de España (o del Estado Español o como quiera llamársele) con sus parapentes a la línea de salida. Hemos comenzado los tres amigos juntos manteniendo un paso tranquilito (hay que reservar fuerzas porque, al final, siempre faltan) y, poco a poco nos hemos ido separando (es mejor que cada cual vaya a su ritmo). Los kilómetros iniciales han ido pasando con rapidez porque hacía muy buen tiempo y, además, había mucha cuesta abajo (suavecita), pero al final han llegado los kilómetros malos. Además de ser los últimos, eran cuesta arriba en su gran mayoría. Las fuerzas flaqueaban y las ganas de parar aumentaban. Menos mal que, en esta ocasión, mi cansancio y mi hartazgo no han sido tan inmensos como en otras ocasiones, y he podido culminar la cuesta arriba que desembocaba en el Parque del Retiro con bastante dignidad y sin parar de trotar.
La entrada al Retiro ha sido, como siempre y, como diría el difunto Joaquín Luqui, ¡Total, alucinante, lo más! La gente aplaudía y gritaba. No sé lo que decían ni si alguien se dirigía a este calvo corredor que llevaba la cabeza y la cara cubiertas del salitre del sudor reseco que las tres horas y quince minutos de carrera habían generado, pero la cercanía de la meta y el bullicio del gentío, han conseguido insuflarme las fuerzas que necesitaba para poder acelerar el paso (Fernando Alonso se reiría de mi aceleración, pero no me importa porque llevo torta) y llegar a la meta para poder hacer lo que más deseaba: Pararme y tumbarme en cualquier sitio para descansar.
Cuando he recogido las diversas vituallas que nos han dado y he recuperado mi bolsa del ropero (una tienda de campaña militar), me he tirado en el primer sitio que he visto libre: En medio de un camino asfaltado. Más de uno se ha acercado a mí para preguntarme si estaba bien. Supongo que mi estética cadavérica y mi inmovilidad total habrán hecho pensar a esos buenos samaritanos que mi salud estaba muy deteriorada o, sencillamente, que ya no tenía ni salud ni vida. Yo, cortésmente les he respondido que estaba bien, que no había nada de lo que preocuparse.
Finalmente me he reunido con uno de mis amigos corredores (al otro le hemos perdido la pista) y su simpática esposa nos ha llevado a casita donde ahora estoy contando mis peripecias para pasar el rato.