sábado, 7 de septiembre de 2013

"Value creator", la nueva profesión de los "paripeitors"

Creo que todos los que trabajen, o hayan trabajado,  en alguna empresa grande (iba a decir "gran empresa", pero eso tiene un sentido positivo que me cuesta atribuir a algunas empresas grandes) algún tiempo, habrán visto que la burocracia crece día a día a la par que la ineficiencia. A pesar de todo,  los resultados económicos de muchas de ellas suelen variar de buenos a excelentes. Excelencia que no solemos percibir los que estamos en la base de tan egregias compañías salvo por el hecho de ver cómo cambia la web de los empleados para ser cada vez más colorista y cómo se gastan ingentes cantidades de dinero para renovar las aplicaciones en las que tenemos que registrar las horas trabajadas para los que subcontratan nuestros servicios.
Puestos a elegir, yo diría que los candidatos a un puesto de trabajo solemos tender a seleccionar una empresa grande o muy grande (de 500 o más empleados) sobre una más pequeña o diminuta. Pensamos que la posibilidad de progreso profesional será mayor en un mastodonte empresarial que en una empresa familiar. Y no nos falta razón, La pirámide jerárquica de las compañías grandes suele constar de una multitud de puestos existentes entre el vértice del poder presidencial y la base en la que se extiende la capa mindundi (de la que yo me siento un feliz miembro). Y todos esos puestos tienen que estar ocupados por alguien que, si nos empeñamos, podemos ser nosotros.
El caso es que, con los 21 años que yo llevo trabajando en empresas grandes, subcontratado (o resubcontratado) por otras empresas también grandes, nunca me ha parecido deseable ninguno de esos puestos en los que uno puede (o debe) olvidarse de las capacidades técnicas adquiridas durante sus estudios para dedicarse a "gestionar". Bonita palabra que, como tantas otras, de tanto usarla erróneamente, ha perdido todo su sentido para pasar a significar cosas como las siguientes:
- Hacer el paripé simulando tener todo bajo control.
-Afirmar con rotundidad aquello que se desconoce.
-Comprometerse a que otros (los subordinados) hagan cosas que uno no sabe hacer y, por tanto ignora si pueden hacerse en los plazos a los que se compromete.
-Culpar a "su equipo" (el equipo es lo que supuestamente se gestiona) de los fracasos cosechados a pesar de haberlo gestionado con brillantez.
-Escribir documentos y mensajes llenos de faltas ortográficas e imposibles de comprender y rellenar hojas Excel con datos falsos pero que sirven para cumplir con la norma ISO 9012.
Está claro que no todos los gestores son tan lerdos como el prototipo que yo he descrito, pero para reírnos un rato es mejor hablar de éstos y no de los buenos (no tengo claro de qué tipo hay más, encargaré un estudio a la Universidad de Wichita en cuanto me devuelvan el importe de mis sellos de Afinsa).
Todo esto viene a cuento de que, hace unos días, cotilleando en LinkedIn, esa gran red de contactos profesionales, vimos el perfil de alguien que indicaba que era "value creator". Tras la carcajada compartida con el amigo que lo descubrió,  me planteé la cantidad de imaginación que hay que echar para poder definir la todas esas tareas completamente inútiles que tantas y tantas personas desarrollamos en las empresas grandes. Este tipo ha sido listo. Como ahora está de moda "poner en valor" o "aportar valor añadido" a las cosas, él se ha declarado experto (otra palabra que detesto) en hacerlo. Si, además, lo pone en inglés, ya tiene ganados unos puntos más.
Por los comentarios que ponen quienes conocen a nuestro amigo el "value creator", parece ser un tipo majete con el que da gusto trabajar. Si es cierto eso, todas las tontunas que pueda poner en su perfil me parecerán bien porque creo que una de las cosas más importantes en el entorno laboral es eso,  ser buena persona.
Ahora recuerdo otro de esos cargos simpáticos que me comentaron hace unos meses: "facilitador". Supongo que es al que le pides lápices, grapas, clips y folios, en su versión de menor rango y, los de más larga trayectoria, serán los que ayudan a los grandes profesionales a conseguir sus hitos en la dura tarea de llevar a buen puerto los ambiciosos proyectos en los que se embarcan durante la travesía del ascenso en su carrera (esta frase es totalmente lideral).
La burbuja inmobiliaria estalló hace unos años, pero la burbuja de la memez empresarial sigue hinchándose día a día gracias a gente que, sin saber hacer la o con un canuto, inventa nuevas "positions", como les gusta a ellos denominarlas, desde las que llevan a "sus equipos" hacia abismos de fracaso.  Eso sí, antes de que todos se despeñen, ellos suelen tener la habilidad de saltar a otra gran empresa con algún premio que los avala como excelentes ejecutivos, y allí comienzan de nuevo su tarea de guiar a la gente con la venda que tapa sus ojos.
P.D.- Esto no viene a cuento, pero me apetece ponerlo: me importa un pepino que Madrid sea capital olímpica o no. Es que me cansa ese discurso de que "todos y todas" queremos las olimpiadas en Madrid. ¿Cómo lo saben? ¿A quién han preguntado?

sábado, 20 de julio de 2013

Charlas de mayores

Ayer estuve cenando con dos amigos de edades similares a la mía (47 años)  a los que veo poco y, como es normal, nos interpelamos acerca de nuestras respectivas saludes (¡qué rara queda esta palabra en plural!). Fue simpático comprobar que los tres tomamos diariamente alguna, o algunas, pastillas recomendadas por nuestros respectivos médicos. Esta es una característica típica de los que ya tenemos cierta edad que, unida a la de usar "gafas para cerca" nos recuerda lo cerca que andamos de la senectud.

Eso sí, el concepto que tenemos de nosotros mismos no puede ser mejor.  Para confirmarlo, Fernando (uno de los comensales) nos enseñó una foto del grupo de antiguos compañeros de su colegio en una reunión que tuvieron hace poco, y nos pareció que estaban mucho peor conservados que nosotros. Me gustaría saber lo que pensarían ellos si vieran nuestra arrugada faz ...
Hoy, tras dar mi vuelta al Anillo Verde Ciclista de Madrid, mientras estiraba mis piernas en las espalderas de un parque cercano a casa, se ha acercado otro bicicletero bajito y sonriente a hacer lo mismo que yo. Mientras ponía mi pierna izquierda en el travesaño que rebasaba la cima de mi calva, el otro, mirándome con admiración, decía "ahí no llego yo". A lo que repuse "yo tengo ventaja porque mi pierna sale de más arriba" (haciendo referencia a mi superior estatura y a su pequeñez). Él dijo entonces algo como "con lo que me pasó hace cuatro años, demasiado bien estiro la pierna".
Ahí estaba yo una vez más dispuesto a compartir una conversación sobre achaques con.  Le tiré de la lengua y me contó que, cuando tenía 52 años,  había tenido un ictus isquémico que lo dejó sin movilidad de toda la parte izquierda del cuerpo, con pérdidas de memoria y con dificultad para hablar. Yo aproveché para contarle mi reciente episodio que, al lado del suyo, era una tontería absoluta.
Hasta los médicos le decían que tendría que acostumbrarse a la falta de movilidad de su brazo, pierna y cara porque era imposible recuperarse, pero él no se resignó y se esforzó hasta que, como he comprobado hoy recuperó la movilidad lo suficiente como para andar aceptablemente (incluso pedalear) y mover el brazo con bastante soltura. Lo de hablar lo hacía sin problemas (tenía más rollo que una tomatera). Él sigue haciendo ejercicio y mejorando día a día. Mucho mejor eso que resignarse a creer que los nefastos augurios que le dieron algunos médicos eran una predicción fiable y haberse quedado sentado en una silla para toda la vida.
 Tras una larga conversación nos hemos despedido como buenos amigos llamándonos por nuestros nombres: "adiós Manuel", "hasta la vista Pablete" (creo que le he dado demasiadas confianzas a Manuel, pero no me importa porque llevo torta).
Tras la experiencia de hoy, reconozco que hablar de mis males con la gente mayor (a los de mi quinta ¡para qué vamos a decir otra cosa!) me está empezando a gustar. Es gratificante escuchar historias de recuperaciones aparentemente milagrosas ( si atendemos a las previsiones de algunos médicos).
Creo que durante estas vacaciones voy a aprovechar para ir a los centros comerciales a sentarme con los vejetes en los bancos de los pasillos y, además de gozar con la visión de las mujeres atractivas, me divertiré comentando con ellos mis achaques y, si se tercia, intercambiando con ellos pastillas, seguro que así pasaremos un rato "flipante".

martes, 9 de abril de 2013

Vacaciones en el hospital



Hoy se cumple una semana de mi última aventura hospitalaria (de la que he salido airoso). Había pasado un día de trabajo normal. Al llegar a casa merendé mis dos o tres paletadas de Nutella que, como siempre hago, pasan directamente del bote a mi bocaza. Luego fui a trotar alrededor de este maravilloso barrio valdebernardino en el que habito. Hice mis estiramientos y regresé a casa para ducharme y dedicarme a perder el tiempo de cualquier modo. Esta vez estuve descargando el borrador de la declaración de la renta y el primer capítulo de la tercera temporada de Game of Thrones. Otras veces me da por ir a la web de Gran Hermano y cotillear algunos vídeos para enterarme de los últimos acontecimientos de ese apasionante "experimento social", pero no fue eso lo que hice ese fatídico martes, así que no podré culpar de ello a Mercedes Milá.
Eran casi las nueve y media cuando decidí que me apetecía cenar, así que, con la suculenta perspectiva de un sandwich de jamón york (no me privo de nada, como podéis ver), me dirigí al salón para enchufar mi bonito disco duro multimedia y dejarlo preparado para el visionado de Game of Thrones tras degustar mi opíparo menú.
Cuando estaba manipulando los cables del aparato (aún desenchufado) noté que reinaba un "estruendoso" silencio y que, extrañamente, me parecía oír mi respiración amplificada, como si mis oídos estuviesen dentro de mí. ¡Qué raro!, pensé, y seguí a lo mío. En ese momento comencé a sentirme de un modo extraño. Miré mis manos y me parecieron distantes. La izquierda agarraba un cable pero yo la notaba como si fuese ajena a mí. No percibía que tuviese nada agarrado. Comencé a ser consciente de que algo raro pasaba y dirigí mi mano derecha hacia la izquierda para agarrarla. En ese momento confirmé la razón por la que sentía la otra extremidad como ajena a mí: estaba completamente insensible.
El sonido de la respiración seguía siendo la banda sonora de lo que ocurría en mi salón. Mi cabeza estaba un tanto aturdida pero la mente mantenía la lucidez (la poca que mi mente puede alcanzar habitualmente), así que, viendo que algo raro pasaba, decidí sentarme para, en caso de desfallecimiento, no pegarme un trastazo cayendo al suelo desde mi uno ochenta de altura.
En el sillón comencé a zarandear el brazo dormilón, pero no conseguí despertarlo. Para intentar acallar el estruendo de mi respiración y romper el silencio circundante, lancé alguna interjección y me di cuenta de que mi habitualmente ágil lengua, estaba también entumecida. ¡Dios mío!, pensé, esto es más grave de lo que pensaba. Me levanté rápidamente del sillón (las piernas funcionaban de maravilla) , cogí las llaves de casa y el teléfono móvil. Abrí la puerta y me senté en el suelo junto a ella.  Aún tenía esperanzas de que aquello, igual que había llegado, pasase sin más, pero al cabo de unos segundos pensé que,  en estas circunstancias, el tiempo es oro, así que me levanté y crucé los dos metros que me separan de la vivienda de mis vecinos. Toqué el timbre y enseguida abrieron la puerta.
Con mi lengua de trapo, la cara torcida y un miedo tremendo encima, les saludé con una frase similar a esta: "no sé qué me pasa, se me ha quedado el brazo tonto y cada vez hablo peor".  Me mandaron tumbarme en el sofá y me tomaron la tensión mientras llamaban al 112 e intentaban calmarme.
Allí estuve tendido un rato, con más miedo que vergüenza a pesar de que, minuto a minuto, el brazo iba despertando de su letargo y mi lengua atorada iba consiguiendo moverse con mayor soltura. Incluso lloré de impotencia al darme cuenta de lo rápidamente que puede cambiar la vida de uno sin haber hecho nada que, en apariencia, pueda llevarte a una situación así.
Menos mal que, gracias a mis queridos (queridísimos) vecinos, no tuve que pasar el trance en soledad y me sentí plenamente arropado y seguro de que todo estaba bajo control.
Finalmente llegó la ambulancia y subió todo el pasaje a hacerme un chequeo inicial. Mi situación había mejorado mucho y ya estaba casi recuperado, pero aún así, me trasladaron a la ambulancia en una sillita extraña en la que uno se sienta en ángulo agudo (en la misma posición que uno utiliza cuando tiene que "plantar un pino" en medio del monte). Yo podía andar perfectamente, pero las normas son las normas, así que les dejé operar como ellos saben.
A la camilla subí por mis propios medios porque elevar mis 75 kilos no es tarea fácil y, además, no había necesidad de hacerlo. La ambulancia fue tranquilamente hasta el hospital y sólo fue activada la sirena cuando estábamos a las puertas del hospital, supongo que para cruzar alguna calle sin tener que esperar más de la cuenta.
Cuando me bajaron del convoy, me encontraba muchísimo mejor, ya hablaba con la pedantería que me caracteriza y sólo tenía problemas para pronunciar las erres y alguna otra conjunción compleja de consonantes, pero creo que habría sido capaz de soltar un discurso con más eficacia que cualquiera de nuestros queridos diputados.
Me llevaron a una de las salas de la  unidad de urgencias y comenzó a entrar gente por todas partes. Yo diría que se congregaron no menos de diez personas  a mi alrededor. Me hicieron preguntas varias y pruebas básicas para comprobar que mis sentidos funcionaban correctamente, luego me entregaron el uniforme hospitalario (esa bonita bata con la que no hay modo de ocultar el culo) y me subieron a la unidad de ictus para tenerme controlado.
Allí conocí a doña Julia y a don Antonio, ambos bien entrados en la ochentena. La primera se pasó la noche pidiendo que la dejaran ir a casa con su hija, primero con dulzura y, finalmente, con amenazas de denuncia si no la liberaban. Don Antonio, en cambio, era silencioso, se limitaba a intentar levantarse de la cama (a pesar de estar con el gotero puesto) cada cierto tiempo para, según él, "ir a la terraza a coger los zapatos".
Entre estas cosas y las ganas terribles de orinar que me llegaban cada cierto tiempo a causa de todo el líquido que me estaba entrando por el gotero (en cada micción soltaba no menos de tres cuartos de litro) la noche fue entretenida.
Durante los casi dos días que estuve hospitalizado, me hicieron tantas pruebas que creo que no hay un rincón de mi cuerpo que no haya sido escudriñado. Aún así, cuando me dieron el alta, aún no se había podido descubrir la razón por la que a una persona más o menos  joven y aceptablemente sana como yo, le había dado un ictus. Somos demasiado complejos y no es nada fácil obtener siempre una respuesta definitiva.
Aún tienen que hacerme más estudios y no sé si conseguirán dar con la solución a este enigma, pero, gracias a Dios, yo estoy bien y he podido contarlo. Podría haber narrado más cosas y decir lo bien que me trató todo el mundo en el hospital, pero como ya me he enrollado demasiado, me limitaré a decir que ya no me dan miedo los hospitales y que, aunque no es grato estar allí, tampoco es terrible.
Aprovecho para agradecer a todo el mundo (amigos, familiares y gente que pasaba por allí) el interés mostrado y los ánimos recibidos en directo, por teléfono, por correo y por cualquier otro medio. Procuraré no daros más sustos pero lo mejor es darnos cuenta de que, por más que lo intentemos, hay demasiadas cosas que se escapan a nuestro control. Y con eso tenemos que vivir procurando no estar aterrados en todo momento. Yo aún llevo algo de miedo dentro, pero ya pasará, después de todo no somos eternos, y cuanto antes lo asumamos, mejor.
Pero mientras estemos por aquí, procuremos ser más como don Antonio, que sólo intentaba ir a por sus zapatos sin incordiar a nadie, y menos como doña Julia, que pensaba que todos los que la rodeaban estaban contra ella. De todas la situaciones se aprende algo.

sábado, 23 de marzo de 2013

Homenaje a mi anciana lavadora


Pensaba haberos contado los detalles de mi aventura de ayer con la lavadora, pero la narración sería demasiado prolija y no aportaría nada de valor a vuestra existencia, así que me limitaré a deciros que el útil electrodoméstico se estropeó de la peor manera posible, cargando agua sin límite hasta desbordarse y encharcar mi cocina. Tras resolver el problema del vaciado con excesivo trabajo (os diré que hoy tengo agujetas a causa de ello), decidí que, en lugar de llamar a un técnico para que la reparase, compraría otra. Y eso hice.

Para que veáis mi rapidez para elegir, os diré que la chica que me atendió me dijo que ojalá todos los clientes fueran como yo. Me preguntó qué quería, le dije que una lavadora, me indicó la que mejor salía y le dije que me la quedaba. En menos de un minuto estábamos los dos contentos: ella por haber vendido y yo porque me dijeron que hoy mismo me traían el aparato (estoy esperando su llegada con gran ilusión).

Supongo que en este tipo de tiendas estarán acostumbrados a que vayan parejas que comienzan a debatir entre sí, con el pobre dependiente al lado, sobre el precio, el color, la marca, etc.. Haciendo cábalas sobre lo que les durará el nuevo aparato y contando las anécdotas ocurridas con el antiguo. Sin duda tiene que ser duro cualquier trabajo en el que haya que tratar directamente con decenas de clientes a diario. Aunque supongo que no todos serán excesivamente pesados y a veces aparecerá alguien simpático y que, además, sabe que él no es el único cliente y que no debe eternizarse en su elección (sí, habéis acertado, me refiero a gente como yo).

A mí no me gusta ir de compras pero cuando voy prefiero ir a tiro hecho. Es probable que por ser así me gaste más dinero que si mirase y remirase en varios sitios para ahorrar unos euros, pero prefiero perder mi tiempo en otras cosas más estúpidas como, por ejemplo, viendo Gran Hermano o algún otro programa cultural de ese estilo.

Para ser el primer artículo del año, creo que ya vale. Podría haber hablado de las preferentes, de Chipre, de Bárcenas, de los eres de Andalucía, etc., pero de eso habla todo el mundo y seguro que ya estáis saturados, así que he preferido hacer un homenaje a mi anciana lavadora, que ha aguantado sin fallar más de trece años y ahora, para una vez que me da un problema, se lo agradezco mandándola al desguace.  Que descanse en paz.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Todo está bajo control


Desde que ocurrió la desgracia en el fiestorro del Madrid Arena la pasada noche del día 31 de Octubre, no deja de hablarse de lo que pudo fallar y lo que habría que hacer para evitar que algo parecido pueda volver a ocurrir. Hay gente que parece extrañada de que, habiéndose cumplido todas las normas de seguridad, pudiese pasar lo que pasó. A mí lo que me extraña es que siga habiendo tanta gente en el mundo que piense que unas pocas decenas o centenas de personas puedan controlar a una masa de miles, por muchas normas de seguridad y por muchos controles que se pretenda hacer de la gente que entra y de lo que se introduce en el recinto del  evento (festivo, deportivo, político, religioso o del tipo que sea).
Está muy bien dictar normas para que la gente procure no generar situaciones de peligro y dotar a los recintos destinados a reuniones sociales del máximo número de dispositivos de seguridad, pero ante una estampida provocada por la estupidez de alguien (un petardo o unos gritos) o por el salvajismo de algún otro (unos tiros o una bomba) no hay nada que pueda hacerse. Miles de personas no pueden salir a la vez por ninguna puerta, por grande que sea, y si muchos de ellos llevan una cogorza de campeonato, la situación será aún más inmanejable.

Seguro que hubo montones de normas que no se cumplieron, es probable que el Ayuntamiento tenga alguna culpa, que los organizadores tengan su parte de responsabilidad y que algunos de los asistentes que se empeñaron en aglomerarse en la parte baja del recinto para vivir con más intensidad las vibraciones de la fiesta y mezclar su sudor con el de los demás, sean también causantes del desastre.

Ahora se seguirá hablando de esto (como lo hago yo), se cambiará alguna norma, se hará alguna prohibición y, para que la economía no se resienta, se seguirán haciendo fiestas masivas porque, lo queramos o no, parece que sin apreturas, alcohol y ruido, hay gente que no sabe divertirse (yo me permito dudar que eso sea divertido, pero soy un tío raro, así que seguramente esté equivocado).  Eso sí, la culpa siempre será de los poderes públicos que, como todos sabemos, deberían garantizar nuestra seguridad a toda costa. ¡Qué bien se vive sabiendo que nada malo puede pasarnos!
Lo único que queda claro de todo esto es que cuatro chicas han muerto y sus familias se han quedado sin ellas. Quizá acabe alguien en la cárcel o pagando una buena indemnización por su responsabilidad en el desastre, pero lo cierto es que estas cosas seguirán ocurriendo por más que nos “garanticen” que todo está bajo control.

domingo, 16 de septiembre de 2012

El poder de la masa



Hoy, mientras pedaleaba con mi bicicleta de carretera por el maravilloso carril que discurre anexo a la carretera de Colmenar Viejo, me he topado, como tantas otras veces, con un pelotón de ciclistas (serían unos quince o veinte) que ocupaban toda la zona derecha y parte de la izquierda. Iban despacio, tanto que cualquiera podría adelantarlos de no ser porque apenas quedaba hueco para hacerlo y, además, la visibilidad para comprobar si venía algún ser humano pedaleante de frente, era nula. Iban hablando unos con otros y sin plantearse que pudieran estar incordiando a otros que, como ellos hubiesen salido a disfrutar del placer de rodar en este maravilloso día. Eran muchos, así que podían ir como les diese la gana.

Hemos llegado a una recta amplia y, arriesgando el pellejo, me he desplazado al borde izquierdo del carril para comprobar que no venía nadie de frente. He lanzado uno de mis habituales gritos de adelantamiento, “¡VOY!”, y, acelerando al máximo, he avanzado cual hilo atravesando el ojo de una aguja por el resquicio que ese gran grupo dejaba libre. ¡Por fin!, he pensado al ver que podía correr al límite que mis poderosas piernas me permitían.

Esta tonta anécdota me ha hecho pensar sobre las múltiples manifestaciones que tuvieron lugar ayer en Madrid y la más masiva que aconteció en Barcelona hace unos días. La gente sale a la calle a reclamar algo (independencia, anular recortes, subir sueldos, creación de puestos de trabajo, acabar con la corrupción, traer a Madonna a las fiestas San Cucufate, etc.) y, como se juntan muchos, ya creen que los gobernantes tienen que hacer lo que ellos dicen.

Una vez metido en la masa, uno se siente fuerte y se cree cargado de razones o, mejor dicho, se cree en posesión de la verdad, la única posible. Parece imposible que haya alguien fuera de la masa, no se ve el límite y, además, lo que se pide (según pensará cada cual) es tan sensato que nadie puede estar en contra. “Nos tienen que hacer caso”, “el gobierno no se puede quedar de brazos cruzados”, “nunca había habido un clamor popular tan inmenso”, “esto marca un punto de inflexión, un antes y un después”, “la ciudadanía ha hablado y las cosas no pueden seguir igual”, “hay que refundar el capitalismo”, “todos tenemos derecho a un i-Phone 5 subvencionado”. Todas esas frases se oyen día a día (algunas expresiones, como la del “punto de inflexión” y la del “un antes y después” son expresiones que ya resultan tan cargantes como las famosas “hojas de ruta”).

Está claro que la cosa está malita (como diría Chiquito de la Calzada), pero también parece evidente que el desbarajuste imperante no se arregla de un día para otro. No sé cuál es el origen del caos, pero parte de él se debe al derroche salvaje en el que han incurrido las administraciones públicas en los años precedentes (desgraciadamente parece que siguen en ello). Otros que contribuyeron a este caos fueron las entidades financieras que concedieron créditos a personas y empresas cuyo riesgo de impago era inmenso. Y, por supuesto, también las personas y empresas que pedían préstamos salvajes sin necesidad (concedidos estúpidamente por sus entidades bancarias) tampoco pueden creerse libres de culpa.

Para arreglar esto habrá que comenzar por que cada cual intente ser un poco más responsable. No gastar lo que no se tiene, no ser corrupto, no ser un jeta, ser legal en lo grande y en lo pequeño, etc.

Tendemos a pensar que la corrupción es únicamente cosa de los que mandan y manejan los grandes capitales, que nosotros, pobres diablos trabajadores (nunca he sabido a partir de qué sueldo uno deja de ser trabajador para ser… realmente no sé lo que son los que ganan más que esa cantidad indefinida), pero las cosas se construyen desde abajo.
 
Conozco a gente que, cuando es mindundi, se queja de la falta de escrúpulos de sus jefes, que explotan sin rubor a sus subordinados y les exigen más de lo debido. Pasado el tiempo, cuando consiguen elevar su estatus, algunos, en lugar de comportarse con sus pupilos como les hubiese gustado que se portaran con ellos, repiten los mismos errores, y no por despiste, sino porque les mola. Hay gente que se queja de que los ricos (tampoco tengo claro a partir de qué patrimonio uno es considerado rico) defraudan al fisco y, cuando no lo hacen, no pagan los suficientes impuestos. Algunos de ellos, probablemente no paguen el IVA a los pintores que han dejado su casa preciosa o al fisioterapeuta que les ha apañado el codo dolorido.

La culpa siempre es de otro, nunca nuestra. Mis pecadillos son eso, pecadillos, pero los de los demás son actos intolerables. La solución de los problemas pasa porque sean otros los que dejen de hacer sinvergonzonerías, lo mío es una gota en el océano. Está claro que, según la entidad del acto, cada cual tendrá mayor o menor responsabilidad, pero lo que no vale es lavarse las manos porque haya otros cuyo desfalco sea inmensamente mayor.

A altos niveles se han cometido abusos (y se siguen cometiendo) que sería bueno que dejasen de cometerse, pero no perdamos de vista que los que están en esos puestos de responsabilidad son tan humanos como nosotros (comen, cagan y duermen como todos), personas que, tal vez, cuando no estaban tan encumbrados, se acostumbraron a hacer su santa voluntad a costa de otros y que, cuando han subido de categoría, se limitan a hacer aquello a lo que se acostumbraron, pero adaptado a la nueva escala de su entorno. Comencemos cada cual por intentar ser decentes y, tal vez, algún día la decencia llegue a los puestos de responsabilidad (a los que los desempeñen), mientras tanto, por más que nos juntemos en la calle a gritar cosas tan sesudas como “un bote, dos botes, socialista (o pepero) el que no bote”, no solucionaremos nada.

La unión hace la fuerza, pero si esos que se unen no tienen ningún plan alternativo a lo que ahora existe (un plan sensato que no sea derrumbar lo que hay y esperar a que, de entre la masa, salga un genio que lo reconstruya todo), lo único que se conseguirá es pasar unas tardes muy entretenidas cantando (en el mejor de los casos) o desencadenar una batalla campal con pedradas, roturas de escaparates, y quemas de cualquier cosa que arda (en la peor de las situaciones).

domingo, 2 de septiembre de 2012

El final del verano


Siempre que llegan estas fechas me acuerdo de esa canción del Dúo Dinámico que servía de despedida de Verano Azul, esa gran serie televisiva de los años ochenta. Los veraneantes iban abandonando Nerja y el pobre Pancho se quedaba sin sus amigos veraniegos.

Este año he tenido más vacaciones que nunca (y aún que quedan unas cuantas que no sé cuándo disfrutaré) gracias al mes y medio de baja laboral que me ha proporcionado mi rotura ósea y a las dos semanas que he encadenado a ese mes y medio para seguir fortaleciendo mi deteriorado brazo. Durante estos calurosos días ha habido incendios, subidas y bajadas de la bolsa y de la prima de riesgo, asaltos a supermercados y entidades bancarias de nos nuevos salvadores de la patria capitaneados por Sánchez-Gordillo y, lo más importante, una restauración, dejada a medias, del Cristo de Borja. Ésta, sin duda, ha sido la noticia más interesante del verano. Doña Cecilia ha cautivado a mucha gente y ha escandalizado a algún que otro panoli que aplaudiría restauraciones más cutres y caras si las hubiese hecho algún artista consagrado como, por ejemplo, el señor Mariscal, creador de esa caca llamada Cobi. También ha conseguido, sin pretenderlo, llevar a su pueblo y a su humilde ermita a lo más alto de la popularidad mundial. Según parece, ella misma dijo que le habían comunicado que el hecho había sido “tremending topic” en Twitter. Aprovecho esta tribuna para saludar con afecto a dona Cecilia.

Una vez más comienza a refrescar por las noches, la gente regresa de sus lugares de veraneo y comienzan las quejas de lo caros que están los libros, las medicinas, la comida, la luz, el gas y el teléfono. Lo de siempre, aunque esta vez la cosa es más evidente. Mucha gente habrá pasado el verano comentando, mientras tomaba unas cervecitas, chateaba con su smart-phone y se dirigía a su coche para ir de una a otra terracita nocturna, lo que cuesta llegar a fin de mes y lo mal que está la cosa. Otros se habrán quedado en su casita tan tranquilos, disfrutando de la piscina del barrio y paseando por los tranquilos parques madrileños y, al llegar a casa,  de la maravillosa programación de Telecinco (Mujeres y Hombres y Viceversa ha estado interesantísimo).

Ahora, los que podamos, volveremos a trabajar (o a ir al trabajo, que no siempre es lo mismo) y comenzaremos nuevamente con la rutina laboral una vez terminada esta otra rutina vacacional. Comentaremos lo cortas que nos han parecido las vacaciones, lo duro que se nos hace el regreso a nuestras tareas, lo que ha subido la gasolina, lo bien que lo hemos pasado en los lugares que hemos visitado, lo morenos que nos hemos puesto y, si se tercia, regalaremos a alguno de nuestros compañeros una taza de esas en las que se puede leer algo como “Estuve en Borja y me acordé de ti” decorada con la sensación del verano: la obra de Doña Cecilia.

A pesar de que todo cambia, la vida sigue igual (como decía el gran Julio Iglesias). Disfrutad de vuestro reencuentro con la rutina otoñal y con la moda otoño-invierno que la Pasarela Mercedes-Benz Fashion Week trae hasta nosotros (todo muy “ponible” y a precios anti-crisis).