Esta tarde estaba en casa de mis padres cuando ha llamado la
tía Lola para preguntar a mi madre si podría alguien subir a su casa (vive al
lado) para ayudarle a resolver ciertos problemas con el teléfono móvil. La tía
Lola tiene más de setenta años y, como sucede a casi toda la gente de esa edad,
le cuesta comprender los entresijos de la tecnología, cosa que no me extraña en
absoluto porque, a pesar del empeño de algunos en vendernos la idea de que la
tecnología es cada vez más sencilla de utilizar, la realidad no es tan bonita.
Hemos subido mi hermano y yo y lo primero que ha hecho
nuestra tía, toda apurada, es pedirnos perdón por molestarnos. ¡Pobrecilla! ¡Si
no nos llama más que una o dos veces al año para sacarla de algún sencillo
atolladero! Hemos saludado al tío Pedro, su marido, que, gracias a unos
electrodos que tiene implantados en el cerebro, mantiene a raya los temblores del
parkinson, pero que, por culpa de eso, no puede articular las palabras de modo
comprensible.
Enseguida nos hemos percatado de que el problema de nuestra
tía se podía resolver si conseguíamos que asumiese que el teléfono móvil, en
sus funciones básicas, se opera como uno fijo. Parece un objetivo sencillo de
conseguir, pero nos ha costado un buen rato explicarle que para hacer una
llamada hay que tener el teléfono encendido, marcar el número y pulsar la tecla
verde.
La pobre resoplaba cada vez que intentaba comprender lo que le contábamos (cada una de las diez o quince veces que se lo hemos contado) e interiorizarlo. Nos ha pedido que le escribiésemos unas instrucciones sencillas porque no se fiaba de su memoria, así que eso hemos hecho, pero tampoco con eso se ha quedado tranquila. Para ella cualquier cosa es un mundo, todo le parece inabarcable para su mente.
La tía Lola lleva muchos años cuidando a su marido. No
tienen hijos y, aunque ven con frecuencia a sus respectivos hermanos, pasan la
mayor parte del tiempo solos, acompañados uno del otro. Esto podría sonar
incluso romántico, pero hay que tener en cuenta que Pedro apenas puede hablar,
así que lo de conversar queda borrado como actividad posible. La radio y la
televisión son artilugios gratos para estas situaciones de falta de
conversación (esto lo digo por experiencia propia), pero la convivencia
continua con alguien con quien la comunicación es casi imposible puede llegar a
ser una tortura (para mí lo sería).
He contado lo anterior porque puede ser la razón por la que,
cuando nos íbamos mi hermano y yo, tras nuestra labor docente, la tía Lola ha
dicho, sollozando: “siempre os estoy molestando” y cuando le decíamos que eso
no es cierto, ha acercado su cabeza a mi hombro y se ha puesto a llorar, sin
ruido, silenciosamente. A mí me ha dado una pena impresionante y me ha costado
no soltar las lágrimas. Mientras ella lloraba, he pensado en lo terrible que
tiene que ser su vida y he supuesto que ya está muy cansada y asustada de ver
cómo ella se va apagando mientras Pedro aún la necesita. Le he pasado un brazo
sobre los hombros intentando confortarla, pero me temo que eso ha servido de
poco.
Y estas cosas ¿cómo se arreglan? Ojalá fuese tan fácil como
lo del teléfono móvil.