domingo, 24 de agosto de 2008

Tristeza, dolor y ADN

Desde que se produjo el fatídico accidente del avión de Spanair no ha habido un solo día en el que no se hable del tema, pero yo, sumido como estoy en la pereza veraniega y en mis múltiples tareas deportivas y sesteantes, aún no había dedicado ninguna de mis “brillantes” intervenciones a este trágico caso. Hoy, al ver en LibertadDigital la noticia de que la identificación de cadáveres va a llevar bastante más tiempo que el que se previó en un principio, he vuelto a pensar, como hago casi siempre que muere trágicamente algún grupo de personas, en lo absurdos que somos los seres humanos en nuestra forma de enfrentar, no ya la muerte, sino la gestión de los cadáveres o los trozos calcinados y desperdigados que quedan tras este tipo de accidentes.

Comprendo el dolor de los familiares y amigos de todas las víctimas de este accidente y de tantos como ocurren a diario, pero lo que nunca terminaré de comprender es la razón por la que hay tanta gente que da tanto valor a los restos mortales de esas personas cuya vida ya ha terminado (por lo menos en este mundo). ¿Puede alguien decirme qué alivio puede sentir quien ha perdido a un hijo al saber que cierto tizón encontrado entre los restos de un avión calcinado, pertenece a su cuerpo sin vida? ¿Sabe alguien cuál es la misteriosa razón que nos hace necesitar saber que unos cuantos huesos y trozos de carne descuartizada y requemada son los de nuestro pariente y no de otra persona? ¿Por qué hay tantas personas necesitadas de saber que los restos sin vida de quien tanto querían están depositados en un lugar concreto de un cementerio específico o desperdigados en forma de ceniza por cierto lugar?

Un primo mío murió en un accidente de aviación hace bastantes años y no sé si realmente había algo de él en el ataúd que se enterró o si, sencillamente, estaba vacío. El avión (un caza del Ejército del Aire) se estrelló y no sé si se pudo recuperar algún resto de los dos ocupantes del mismo. Sólo sé que murió joven y que dejó una viuda tan joven como él y una hija de meses. Dudo que a ninguna de ellas les sirviese de nada que los restos de su marido y padre hubiesen podido recuperarse (esto lo supongo, porque realmente no lo sé). La pérdida fue dolorosa y la acumulación de trocitos del cadáver en una caja no parece ser nada reconfortante o, por lo menos a mí no me lo parece.

Algunos de los familiares de las víctimas probablemente estarán indignados con la tardanza en la identificación de los cadáveres. Es cierto que el Gobierno se precipitó al dar fechas excesivamente cortas y que debería dejar tanto optimismo de lado para bajar al terreno del realismo algún día, pero ya sabemos que ZP y su gente son así, así que no sé de qué hay que sorprenderse.

Terminaré volviendo a decir que comprendo el dolor de los familiares y amigos de las víctimas, pero seguiré pensando que tanto esfuerzo y dinero gastado en poner trozos de carbón humano en cajas separadas y perfectamente identificadas es una tarea inútil.

Si nos ocupásemos de los vivos una centésima parte de lo bien que tratamos los cadáveres de los muertos, este mundo sería el Paraíso.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Holganza veraniega

Mis vacaciones terminaron hace casi dos semanas y, como siempre me pasa, paso revista a lo que he hecho durante ellas y la actividad que más tiempo me ha ocupado, con diferencia, es la de perderlo (el tiempo).

He pedaleado bastante, he ido al monte a pasear más de lo habitual, he nadado en la piscina, he corrido poco, he leído menos y no he viajado nada, bueno, casi nada. Durante el resto del año suelo pensar que, cuando llegue el verano, quedaré con algún amigo de esos a los que veo de higos a brevas pero, salvo raras excepciones, acabo sin cumplir con las expectativas. Al final la pereza suele salir vencedora.

Tengo que reconocer que la reincorporación a mis labores profesionales me ha resultado grata. No sé si será porque en agosto está todo muy relajado, tanto que alguno de estos días he vuelto a tener uno de esos ataques de sueño que en otras épocas tenía a diario a causa de lo poco que tenía que hacer o de lo muy inútil que era mi trabajo. El hecho de que haya un montón de gente de vacaciones, incluida la compañera con la que más cotorreo, también influye en que la somnolencia haga acto de presencia. Tendré que tener cuidado porque ahora estoy a escasos metros del despacho de “Don Antonio”, que cada mañana pasa a mi lado, y al de unas cuantas personas más, sin dar el habitual (para otros) saludo matutino.

¡Pobre Don Antonio! Sigue sin sonreír. Si se sentase a mi lado no sé si acabaría riéndose, pero es probable que hubiese muerto de asfixia, pero no por mi culpa como estaréis pensando casi todos (ya sabemos el famoso refrán: “Cría fama y échate a dormir”). Según mis suposiciones el generador de las letales y silenciosas flatulencias que han estado a punto de hacer que estallase de risa en un par de ocasiones, es un compañero que se sienta junto a mí.

El otro día estaba tratando temas laborales con otra persona y, de repente, comenzó a oler fatal, pero mal, mal. Era un olor totalmente cuesquil, de pedo pútrido. Yo traté de mantener el tipo evitando reírme (estas cosas me provocan risa en lugar de ahogo ¡qué le vamos a hacer!). No sé lo que pensaría mi interlocutor (me conoce poco y mi fama de ventoseador le es ajena), pero estoy convencido de que también tubo que detectar la pestilencia. En aquel momento éramos cuatro los sujetos sospechosos, pero teniendo en cuenta que al día siguiente volvió a hacer acto de presencia el mismo hedor y que, al instante, mi sospechoso número uno, se ausentó al servicio, yo diría que la cosa está bastante clara. No he hablado casi nada con mi nuevo vecino de mesa, pero ahora siento una amistad casi fraternal hacia él. ¡Hay que ver lo que une un sencillo y pestilente pedo!

Pues así, como quien no quiere la cosa, ya he escrito un buen lote de líneas, todas insulsas, pero servirán para que os entretengáis un rato en vuestro destino vacacional o en vuestro puesto de trabajo.